Como ya he escrito en varios artículos anteriores, en nuestro país existe el sistema de “legítimas” por cuya virtud los herederos tienen “derecho” a heredar una parte de la herencia, aunque el causante no quiera.
En el caso de los hijos, tienen derecho a heredar dos terceras partes de la herencia de sus padres, quienes solo pueden disponer libremente de una tercera parte de sus bienes. Justo o injusto, es así.
Pero en muchas ocasiones los padres quieren dejar todos sus bienes a un solo hijo, lo que es tanto como desheredar al resto de hijos. En este punto es obligado decir que en nuestro sistema jurídico no existe la libre desheredación, sino que se impone un catálogo legal de causas que la permiten, quedando sin efectos todos los intentos de desheredación en los que no se acredite la existencia de una de las causas legalmente previstas.
La persistencia de los padres en favorecer a un hijo, y las dificultades para desheredar a los otros, ha llevado en ocasiones a acudir a la figura de la donación en vida como mecanismo para lograr el fin perseguido. Y es un gran error. Porque las donaciones realizadas en vida estan sujetas a reducción en caso de que, al abrirse la sucesión, se vean afectadas las legítimas de los otros herederos. A meros efectos divulgativos, y sin ningún rigor técnico, cabría decir que las donaciones son adelantos en vida a cuenta de la herencia que en el futuro recibirá el hoy beneficiado por la donación, de forma que éste tomará de menos en la herencia cuanto haya recibido por vía de donación del causante.
Las razones por las que unos padres quieren dejar todos sus bienes a un solo hijo con exclusión del resto, mayoritariamente se justifican en un intento de agradecer o incluso “pagar” las atenciones recibidas por uno solo de los hijos, y haberse desentendido el resto de hijos de los cuidados de sus padres. Uno de los hijos se ha responsabilizado durante años de sus padres, prestándoles atención diaria, acompañándoles a los médicos, responsabilizándose de la buena gestión de su patrimonio, haciéndoles la compra ordinaria, y, en fin, dispensándoles cariño. Mientras que el resto de hijos se han venido desentendiendo durante años de sus padres, a los que ni siquiera visitan.
Pues bien, para gratificar a ese buen hijo nuestro sistema jurídico ha previsto el “contrato de alimentos” por cuya virtud “una de las partes se obliga a proporcionar vivienda, manutención y asistencia de todo tipo a una persona durante su vida, a cambio de la transmisión de un capital en cualquier clase de bienes y derechos”.
Se trata de un contrato oneroso porque ambas partes se obligan a dar algo a la otra. No es por tanto un contrato gratuito como la donación. Por esa razón de obligaciones bidireccionales también se le califica como contrato sinalagmático. Y por último es un contrato aleatorio, ya que se ignora el tiempo durante el que el alimentante deberá prestar a los alimentistas su asistencia.
Y precisamente esas tres características (onesoro, sinalagmático y aleatorio) lo diferencian claramente de la donación, por lo que la regulación jurídia de ésta última no puede aplicarse al “contrato de alimentos”. Es decir que no cabe interpretarse como un adelanto a cuenta de la herencia futura.
Se trata de una solución interesante, prevista en la ley pero muy poco utilizada en la práctica. Pero sin duda se trata de un contrato de contenido altamente delicado y sensible, precisamente por las consecuencias devastadoras que puede tener para los herederos de los alimentistas, lo que aconseja hilar muy fino y desde luego que la operación sea diseñada y coordinada por un experto.